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La Marcha

La Marcha

Por Mireya Olivera

Oaxaqueños alzan su voz contra comentarios racistas de concejales latinos de la ciudad de Los Ángeles. 

Piden no ser objeto de estereotipos que dañan a la comunidad indígena y solicitan reformas para trabajar por su justicia en la sociedad.

Desde la infancia,  los indígenas oaxaqueños han sido objeto de discriminación e incidentes de odio racial por el color de su piel morena, su estatura y su lenguaje, por eso a muchos inmigrantes en Los Ángeles no le es extraña el haber escuchado un audio en donde concejales de la ciudad les llaman chaparros, prietos y feos.

Las reacciones de la comunidad oaxaqueña indígena han sido en su mayoría de enojo y tristeza.  Y piden cambios significativos contra el racismo estructural, comenzando con sus representantes populares.

Ignacio Cano es un inmigrante oaxaqueño indígena zapoteco de la comunidad de Macuiltianguis, su trabajo como activista dentro de su comunidad es reconocido y ha sido presidente de una de las organizaciones más antiguas de oaxaqueños inmigrantes residentes de la ciudad, la Organización Regional de Oaxaca (ORO).

Él y muchos miembros de la comunidad inmigrante indígena serrana oaxaqueña y de otras regiones del estado de Oaxaca participaron el pasado sábado 15 de octubre del 2022 en una marcha que atravesó el corazón de la ciudad de Los Ángeles para hacer una protesta en la alcaldía.

La protesta congregó a miles de oaxaqueños inmigrantes y a sus hijos nacidos aquí y fue en respuesta a los comentarios racistas de Nury Martínez, ex presidenta del  Concejo de Los Ángeles y del  ex presidente de la Federación de Trabajadores del Condado de Los Ángeles, Ron Herrera, quienes renunciaron por la presión de la comunidad, luego del audio filtrado y hecho público por Los Ángeles Times.

“Estoy arrepentido de haberlos apoyado.”

-Luis Carmen

Martínez, Herrera, Gil Cedillo- quien terminó su cargo como concejal de la ciudad de Los Ángeles al comienzo del 2023- y Kevin de León, participaron en una conversación para hablar del proceso de redistribución de distritos electorales.

La conversación fue más allá, y en un lenguaje racista se habló de los afroamericanos y oaxaqueños residentes en el área de Koreatown, un área de Los Ángeles en la que no sólo convergen los oaxaqueños sino otros latinos, la comunidad salvadoreña y asiática.

Pero en esa área, los oaxaqueños son notorios por ser parte de la comunidad con un corredor de negocios que se extiende por toda la calle Pico y la Ocho.

Cada año, en agosto, sobre las calles Pico y Crenshaw realizan un desfile llamado “La Calenda” previo a la fiesta de la Guelaguetza que se efectúa en el mes de agosto desde 1987, solo suspendida 3 años por la pandemia. 

En esas Guelaguetza ha participado como invitado especial el concejal Gil Cedillo, quien ha entregado reconocimientos a los organizadores de la fiesta racial indígena, la ORO.

La relación de Cedillo con la comunidad oaxaqueña no solo ha sido con la asistencia a eventos, sino que juntos han participado en la limpieza de las calles Pico y Unión, donde se ubica el parque Toberman, que es ocupado por la comunidad deportiva oaxaqueña amante del baloncesto.   

Por eso a Luis Carmen, uno de los líderes deportivos oaxaqueños y presidente de la Banda de Santa María Xochitepec, fundada por inmigrantes zapotecas en 1969 en el Sur de California, se siente traicionado por Cedillo y desilusionado por la política de los concejales
locales latinos.

“Estoy arrepentido de haberlos apoyado. La política es muy mala, de frente te tratan bien y por atrás te dicen que te vayas”, comentó Luis quien dice que desde siempre los oaxaqueños inmigrantes han sentido discriminación racial y en muchas ocasiones son víctimas de incidentes de odio verbal no solo en sus lugares de trabajo sino en el deporte que ellos más aman y practican, que es el básquetbol, por los mismos mexicanos y latinos inmigrantes.

“Los jugadores del norte de México (inmigrantes también) te dicen pinche ‘oaxaquita’ o nos nombran ‘enanos’. Nos minimizan dentro de los torneos de baloncesto. Pero no es de ahora ni de ayer”, comentó.

Luis dijo que sienten la discriminación aún más cuando ellos hablan su lengua nativa zapoteca en público. 

“Nos miran y nos dicen que somos bichos raros”, dijo al señalar que aunque personalmente no le importa que otros hablen mal o sea objeto de burlas, siente el racismo verbal que enfrentan los jóvenes oaxaqueños. 

“Yo no les pongo mucha atención porque sé que con el trabajo que hacemos es con lo que los callamos”. 

Luis, en lo personal, también dijo ha sufrido la discriminación racial en un antiguo trabajo en el que no le dieron un puesto de ascenso a supervisor por ser de color moreno y bajito.

“El puesto se lo dieron a un tipo alto y güero”, dijo Luis quien desde entonces ha luchado en contra del racismo laboral en su sindicato Service Employers International Unión (SEIU) Local 1877.

La misma lucha contra el racismo es lo que hizo a Cano salir de su hogar en Arcadia para participar junto a miles de oaxaqueños en la marcha hacia la alcaldía.

Cano dijo que no debe haber cabida para el odio y racismo en la ciudad de Los Ángeles, que es multirracial. 

“No debe existir, cuando alguien nos falta el respeto debemos manifestarnos y alzar la voz. No debemos dejar que alguien nos humille y nos falte el respeto, mucho menos los concejales que hemos apoyado y deben de servirnos”, dijo Cano.

Indicó que esos tres concejales no merecen estar en el concilio. “No es lugar para ellos, tienen que dejar el lugar para alguien que respete a sus votantes, porque somos indígenas con dignidad y merecemos ese respeto”. Y “no podemos tolerar el racismo”, añadió Cano.

El activista confesó que los indígenas desde sus entidades parecen de racismo al llegar de sus comunidades a las ciudades. 

“Aquí estamos trabajando y contribuyendo para el crecimiento de la ciudad y no se puede tolerar el racismo en el concilio de Los Ángeles”, reafirmó nuevamente Cano, quien está casado con una mujer blanca de origen suizo y tienen dos hijas una de 16 y 19 años.

“Lo que les inculcamos a nuestras hijas es el respeto. Ellas están conscientes que no debe haber diferencias. Como humanos debemos tenernos respeto entre unos y otros no importa el color”, dijo el inmigrante que tiene 35 años como residente de Los Ángeles. 

Según estimaciones del Instituto Oaxaqueño de Atención al Migrante (IOAM), que es la institución oficial del gobierno oaxaqueño, de más de un millón de inmigrantes oaxaqueños radicados en Estados Unidos, aproximadamente unos 800 mil están asentados en el Sur de California, en su mayoría indígenas zapotecos.

Carta Al Concilio De Los Angeles  

El 19 de octubre del 2022, un grupo de destacados profesionales oaxaqueños inmigrantes zapotecos y mixtecos entre ellos egresados de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA), Universidad de Oregón, Universidad de Irvine, Universidad Estatal de California en Northridge, Universidad de Washington y Universidad de Harvard, entre otras, firmaron una carta que enviaron al Ayuntamiento de Los Ángeles manifestando que los pueblos indígenas enfrentan un racismo estructural que se extiende por toda América Latina y por comunidades latinx en Los Estados Unidos.

La capacidad de hablar español en México o la capacidad de hablar inglés en los Estados Unidos,  junto con el tono de la piel, está relacionada con la riqueza, el acceso a la educación e incluso la longevidad, señalan los firmantes.

Indican que mientras que la tasa de pobreza de los inmigrantes mexicanos es casi tres veces mayor que la de los blancos estadounidenses, 29 % frente a 11 %, entre los indígenas mexicanos, 9 de cada 10 viven en la pobreza.

Los firmantes proponen al Ayuntamiento 3 acciones en la búsqueda de justicia indígena: Crear un Consejo de Trabajo Indígena. No permitir el uso de las palabras “oaxaquita e indito” porque se utilizan para describir a los pueblos oaxaqueños como racialmente inferiores y finalmente plantean el patrocinio de anuncios públicos que honren a las comunidades indígenas.

El aporte de las comunidad indígena oaxaqueña inmigrante va más allá de su trabajo en los campos agrícolas, en las fábricas, en los restaurantes y en la limpieza, son también las nanas, quienes cuidan con amor a los hijos de los estadounidenses y aportan su cultura y su gastronomía tan rica como una tlayuda y un mezcal. 

Iván Vásquez es un empresario oaxaqueño restaurantero y chef de comida oaxaqueña que tiene 3 restaurantes y uno más en camino llamado “Madres”.

Dijo que la comunidad latina tiene que entender que los oaxaqueños se han ganado un lugar y reconocimiento a lo largo de las primeras generaciones de inmigrantes (en la década de los 40’s). 

“Nosotros le damos riqueza a la ciudad, con nuestra comida y   cultura, y es increíble que no reconozcan esto. Qué malo que nos pasó a nosotros, los oaxaqueños, en estos tiempos difíciles, pero qué bueno porque no saben la voz que tenemos y ahora la sacamos en la marcha, y ojalá y no le pase a otro grupo indígena de Los Ángeles”, opinó.

El chef oaxaqueño quien emigró a los 16 años a Los Ángeles, hoy de 41 años, dijo “de lo malo rescato que ahora tenemos voz y podemos demandar ciertas cosas como lo estamos haciendo”. 

Vásquez afirmó que contrario de dividir a las minorías, los comentarios racistas contra afroamericanos y oaxaqueños, los están uniendo.

El jueves 20 de octubre del 2022, el restaurante del chef oaxaqueño dio comida a los manifestantes de la organización Black Lives Matter (Las vidas negras importan) que se establecieron frente a la casa de Kevin de León, quien se disculpó, pero ha dicho que no renunciará a su cargo.

Se Sobrepone al Racismo

Se Sobrepone al Racismo

Por Nicole Martinez y Christopher Farias

La historia de Luz Hernández, una estudiante oaxaqueña que se sobrepuso al racismo y recuperó su identidad. Aquí les contaremos la historia.

Hay 6 regiones en California que tiene comunidades indígenas grandes que vienen de Oaxaca. Estas comunidades incluyen Central Valley, Los Ángeles, los condados de San Diego y Ventura, el Central Coast y el área norte de San Francisco.

Luz Hernández vive en una de esas 6 comunidades y actualmente está estudiando en la Universidad de California en Los Ángeles. Ella aún no ha decidido qué carrera quiere estudiar, pero demuestra un gran interés en ayudar a la comunidad, sobre todo a las mujeres.

Aunque ella ahora es una mujer fuerte y segura de ella misma, no siempre fue así. A Luz le tomó mucho tiempo en aceptar que es una mujer oaxaqueña. El motivo por su negligencia sobre su cultura empezó el día que subió a un autobús.

“Recuerdo una vez cuando yo iba a la escuela, me subí al bus y una señora no más me tocó la mano y, o sea, la vi así con ¿qué quería? Y luego me pellizcó y me dijo: “um… Pinche india”, fue cuando dejé de decir que…god why am I gonna cry’”, confiesa Luz. 

La mujer que la insultó no era blanca, sino latina. Y así fue como Luz cuenta, entre lágrimas, el motivo de su rechazo a sus raíces.

“Fue lo que me sorprendió porque supe lo que significaba ser oaxaqueña, pero nunca supe que ser oaxaqueña también significaba lo mismo de ser una mujer indígena”, cuenta Luz.  

Luz no sabía que era negativo y ella cuando fue a Oaxaca, amaba la cultura, amaba la comida, la ropa, pero no era algo a que a lo que ella estaba acostumbrada. Sin embargo, no tenía sentimientos negativos hacia la cultura oaxaqueña hasta que en la preparatoria Luz experimento comentarios negativos hacia su cultura. 

“Pero siento que no más cuando estaba en high school vi tanto reproche comentarios negativos hacia la comunidad oaxaqueña y fue cuando dejé de decir que era oaxaqueña y luego empecé a decir que no más soy mexicana”, confiesa Luz, “Y cuando preguntaban de qué parte, no más les decía: “Pues de México, o de la ciudad, fue cuando dejé de decir que era oaxaqueña y dejé de juntarme con mis primos, dejé de juntarme con la familia”. 

Luz estaba enojada con la situación desagradable que enfrentó. Esta mujer la lastimó física y emocionalmente. Ella quiso hablar a la policía, pero no podía porque ella iba a camino a la escuela. Sin embargo, ella no más le contó esta historia a un indigente que ella considera un amigo. Él le dijo que la gente es ignorante y que ella no debe de esconderse. Pero ella hizo lo contrario y se escondió por mucho tiempo.

Después del trauma que sufrió en el autobús, la vida de Luz cambió. Cuando ella estaba en la preparatoria, ella admite que tenía amigos que a veces decían comentarios chistosos sobre la gente indígena, y ella se reía. Para ella, era más fácil reírse en vez que los demás se dieran cuenta que en realidad todo eso le dolía.

“Nos ven negativo porque somos de piel más oscura y luego también hablamos diferentes dialécticos y nuestra cultura es diferente”, cuenta Luz. 

Diferente fue la palabra que Luz usó para describir el momento que ella visitó San Bartolomé Quialana, el pueblo en donde nacieron sus padres. A los 19 años, ellos emigraron a Los Estados Unidos, por este motivo no le inculcaron muchas tradiciones oaxaqueñas.

Alguien que no le reprochó para nada es un profesor oaxaqueño de la Universidad de California en Los Ángeles, doctor Gaspar Rivera Salgado. Luz conoció a este profesor porque ambos trabajan en el mismo lugar. 

Un día, Luz le contó a un compañero de trabajo que era oaxaqueña y su compañero de inmediato le contó sobre el profesor Rivera Salgado. Ella se preguntó: “¿Cómo, un profesor oaxaqueño en UCLA?” No lo podía creer. El día que tuvo la gran oportunidad de conocerlo, el rostro de Luz se iluminó. La manera de que el doctor Rivera Salgado habla sobre la comunidad oaxaqueña y la pasión que tiene sobre la cultura, animó a Luz a que tuviera esperanzas de volverse
a amar.

“También trabajando para el UCLA labor Labor Center, encontré a un profesor que también era oaxaqueño y fue cuando no más hablando con él y aprendiendo de su trabajo, fue cuando empecé a volver a sentirme orgullosa de ser oaxaqueña”, cuenta Luz.

Estando en una escuela diversa, la ha ayudado a aprender y borrar la idea de que solo hay una manera de ver el mundo. Tener grupos de apoyo en la universidad crea unión y recalca un momento en el que ella vio que los latinos sí son muy unidos. Aparte, ella se siente que pertenece a un lugar donde puede aprender sobre diversas comunidades.

“Los estudiantes se identifican como latinos o chicanos estaban bien unidos, se conocían, vi que todos estaban unidos y fue cuando volví a querer decir que era oaxaqueña”, confiesa Luz. 

Aunque Luz no trabaja para el doctor Rivera Salgado, ella nos dice que la puerta de su oficina siempre está abierta. El profesor invierte mucho tiempo en los estudiantes para ayudarlos a crear un espacio donde puedan crecer. Gracias al gran apoyo de sus padres, Luz pudo ejercerse adecuadamente y logró avanzar su educación en UCLA.

Luz no creció en un hogar donde la mujer tiene que ser sumisa. Ella nos platica que tiene dos hermanas menores que han sido criadas de la misma manera. Luz se ha encargado de recordarle a su hermana menor que no debe de tener vergüenza de sus raíces.

“Mi hermana más pequeña tiene 12 años. Siento que yo me he hecho cargo de ella y con lo que he aprendido en la escuela y visitando Oaxaca y cosas que he aprendido, siento que siempre le ando recordando que es oaxaqueña, que nunca se sienta mal por ser oaxaqueña y cosas así”, cuenta Luz. 

Aunque Luz admite que de niña no pudo aprender todo sobre Oaxaca, y de adolescente sufrió mucho por ser discriminada, ahora como adulta ella tiene muchos deseos de descubrir y respirar las tierras oaxaqueñas. Luz dice que siempre que visita Oaxaca, se siente parte de Oaxaca. 

“Siento que es ahí donde quiero estar, es ahí donde quiero regresar algún día, aunque no nací y crecí ahí, cuenta Luz, “Y también no más viendo toda la gente… por ejemplo, cuando voy a Tlacolula y veo la gente en el mercado, como están todos, se saludan, se conocen, platican, están sonriendo”. 

Luz dice que Oaxaca está lleno de colores, y de personas que tienen vibras positivas.

Abogada Oaxaqueña: “Sin papeles, sin miedo”

Abogada Oaxaqueña: “Sin papeles, sin miedo”

Por Tomás Rodríguez

“Sin papeles, sin miedo”, la lucha continúa para esta joven abogada

Desde una edad muy temprana que ni ella sabe el momento exacto, Lizbeth Mateo soñaba con estudiar y trabajar como doctora o abogada. Hoy, a los 32 años de edad, Mateo se acaba de graduar este año con un título de abogada de la Universidad de Santa Clara y se está preparando para presentar el examen de la barra de abogados de California, pero su lucha sigue, ya que está bajo la presión de
que el gobierno la pueda deportar en cualquier momento.

A pesar de que Mateo cumple con todos los requisitos para obtener protección contra una inminente deportación por medio de la Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA), las autoridades migratorias se niegan a otorgarle DACA por su participación en la primera acción trasnacional de protesta conocida como Dream 9, la cual involucró a seis jóvenes deportados o regresados a México y tres jóvenes activistas —incluyendo a Mateo— que vivían en Estados Unidos y cruzaron la frontera para regresar con el grupo completo y solicitar reingreso al país solicitando asilo.

En la actualidad, Mateo no puede obtener un empleo remunerado porque carece de papeles. Su título de leyes no vale nada sin un permiso para trabajar.

Mateo nació en Oaxaca, México. Sus padres la trajeron a Los Ángeles a los 14 años y lo primero le que le dijeron fue que no le contara su situación a nadie.

Sus primeros días en Venice High School en Culver City fueron los más difíciles. La escuela tenía más de tres mil estudiantes y ella sólo había estado en una escuela de no más de 300 estudiantes. Sabía un poquito de inglés, pero no se podía comunicar con sus compañeros.

No entendía lo que decían sus compañeros. No entendía a sus maestros. Se sentía perdida. Mateo ya no podía más.

“Hubo un momento [en el] que eran tantas las ganas de regresar con mi abuela, que me puse a llorar”, dice. “Recuerdo que fui atrás de los edificios y llegó una estudiante afroamericana. Ella hablaba solamente inglés. No entendí nada lo que me estaba diciendo, pero le contesté y le dije todos mis problemas. No sé lo que me dijo, pero nomás tener alguien que me escuchara me dio esperanza de quedarme aquí y acostúmbrarme”.

Con la ayuda de varios maestros y consejeras, Mateo recibió apoyo para seguir con sus estudios en Estados Unidos.

“Tienes que pensar en el sacrificio que hicieron tus papás para traerte aquí”, dice, recordando el consejo que le dio en la escuela una asistente de maestros:
“Ellos han trabajado mucho. Ellos han sacrificado mucho”.

Desde el primer año en la secundaria, Mateo se preparó con dedicación. Sabía que necesitaba más trabajo porque no podía escribir ni hablar en inglés con fluidez.

Tomó varias clases adentro y afuera de la escuela. Tomó clases que empezaban antes de la escuela y también clases que empezaban después. Incluso fue a tomar clases en Santa Mónica College. Hizo todo posible para educarse y para también dominar el idioma inglés.

La escuela le dio un examen para calificar su estado de inglés en el 11er. grado. Si lo pasaba, iba a poder tomar clases con estudiantes que sólo hablaban inglés. Pasó el examen.

En su último año en la preparatoria, Lizbeth ya estaba acostumbraba a su vida estadounidense. Atendió su fiesta de graduación, conocida como prom, festejó con su clase y se graduó. Se alistó para ir a
la universidad.

Mateo le preguntó a sus maestros y consejeras qué podía hacer para tratar de inscribirse a las universidades. Nadie le dio una respuesta positiva porque no
era ciudadana.

“Sabía que mi estatus migratorio lo iba a hacer muy difícil,” dice. “Encontré otras formas para ir a la universidad. Tomé un examen para las fuerzas armadas para tratar de determinar si eres un buen candidato”.

Ella había escuchado que entrando a las fuerzas armadas podía recibir la oportunidad de entrar a la universidad. Calificó bien en su examen, pero cuando se enteraron que no tenía papeles, le negaron el ingreso. La marina fue la única agencia militar que le iba dar la oportunidad.

“Estuve a punto de hacer lo que tal vez no habría hecho”, dice, “pero era tanta la desesperación y las ganas de ir a la escuela que yo me dije [que] iba a hacer lo que tuviera que hacer. Si me queda ir al navy me voy, pero no lo hice”.

Después de escuchar las experiencias negativas de estudiantes que sí se inscribieron en la marina, Mateo decidió no hacerlo. Se preparó entonces para ir a un colegio comunitario (una universidad preparatoria que ayuda a los estudiantes a obtener carreras cortas o a prepararlos para la universidad). Fue a un evento de información acerca de estos colegios
para inscribirse.

Llenó la solicitud, pero no puso un número de seguro social. No tenía otra opción. Pasó un largo tiempo mientras procesaban su solicitud en Santa Mónica College, pero confió en el proceso y en la gente que le había ayudado a solicitar.

Cuando terminó sus estudios en Santa Mónica, decidió a inscribirse en la Universidad del Estado de California en Northridge (CSUN). Escuchó que muchos de los luchadores por los derechos de los latinos enseñaban allí como profesores. Ella también quería contribuir al cambio social.

Cuando llegó a CSUN, Mateo decidió organizar un grupo de estudiantes indocumentados con su mejor amiga de la universidad para ayudarse a ellas mismas y a otros estudiantes que se tampoco tenían papeles. Con la ayuda del profesor de Estudios Chicanos Jorge García, se reunieron para hablar acerca de cómo podían organizar su lucha.

En un cuarto el tamaño de un clóset, Mateo y otras tres jóvenes se reunían a las siete de la mañana dos veces a la semana. Sus profesores le dieron el mismo consejo de los padres de Mateo: no le digan a nadie que son indocumentados. Tenían medio que las jóvenes pusieran sus vidas en riesgo.

Mateo se dedicó más a los derechos inmigrantes después de las manifestaciones a favor de los inmigrantes de 2006 en Los Ángeles. Mateo empezó a hablar y a compartir su historia en público.

“El arma más poderosa que el gobierno tiene contra nosotros es el miedo”, dice. “Si nosotros seguíamos teniendo miedo, pues nadie nos iba a hacer caso. Nadie nos iba a tomar en serio. Nadie nos iba a respetar. Sentí que no tenía nada que perder”.

Muchos estudiantes no usaban su nombre real, pero Mateo fue la única que no tuvo miedo que la deportaran. No tenía nada que perder, pero siempre recordaba la voz de su mamá.

Lizbeth ya no se preocupaba por ella misma, sino por sus papás, quienes lucharon para traerla a Estados Unidos.

En 2010, Mateo y cuatro jóvenes fueron a la oficina del senador John McCain en Tucson, Arizona para protestar porque el senador ya no apoyaba el Dream Act, después de que había apoyado el acta por varios años. También querían que congreso actuara de inmediato para que se pasara el Dream Act.

Hicieron un plantón, donde Mateo y los otros jóvenes se sentaron en la oficina del senador hasta que las autoridades los sacaron de allí. Esta protesta fue un primer paso para Mateo. Era necesario para ser la lucha, dice.

En 2013, Mateo decidió viajar a México como parte de los “Dream 9” en la campaña llamada “Bring Them Home” (Tráiganlos
a Casa).

“Muchos Dreamers salieron a apoyar la campaña de Obama”, Mateo dijo en una entrevista en la estación de radio KCRW en Santa Mónica College. “Fueron casa por casa y animaron a la gente para que votara para él. Nos sentimos traicionados por las promesas que hizo. Sentimos que aunque DACA era positivo, no era suficiente porque vimos a nuestros padres, a nuestros vecinos, a nuestros amigos que fueron deportados. Esa es la razón por la que organizamos la campaña ‘Bring Them Home’. Para reunir a estas familias”.

Las deportaciones bajo el presidente Obama causaron que muchas familias se separaran. Mateo dice que sus papás le enseñaron a apoyar a su comunidad y poder ayudarles. Ella quería reunir a estas familias.

En la entrevista con KCRW, Mateo dice: “Era muy frustrante escuchar a la gente que estaba en México y otros países decir: ‘Yo quiero regresar a casa’; ‘tengo hijos en Estados Unidos’; ‘mis papás están en Estados Unidos’; ‘yo soy un dreamer’, ‘yo nací allí desde que tenía dos años y apenas hablo español y no sé qué estoy haciendo aquí.’”

Mateo viajó con otros dos estudiantes indocumentados de Estados Unidos a México y se unieron a otros seis otros jóvenes regresados o deportados a México en Nogales, Sonora, para marchar hacia la frontera y pedir su ingreso a Estados Unidos. Querían desafiar al gobierno estadounidense para poder viajar fuera del país y poner los reflectores en los cientos de miles de jóvenes y niños deportados o forzados a regresar a México.

“No teníamos planeando [pasar] por Nogales” dice. “Hicimos una marcha por varias calles en Nogales y la gente estaba marchando con nosotros”.

“Sí se puede”, les gritaron a los 9 estudiantes vestidos de toga y birrete de graduación.

“Sin papeles, sin miedo”, les gritaban las personas apoyándolos en su paso hacia
la frontera.

Después de 17 días de estar detenida por las autoridades migratorias, Mateo y sus ocho compañeros llegaron a casa. Todos solicitaron asilo. Mateo pudo regresar a ver su familia nuevamente e inmediatamente ingresó a la escuela de leyes de Santa Clara.

A su regreso de esta experiencia, Mateo se sintió diferente. Se sintió que ya no tenía mucho de su acento mexicano y hablaba diferente. Muchos la criticaron y le dijeron que ya no era mexicana.

“Al contrario”, dice. “Yo nací y crecí en Oaxaca”.

Mateo se acaba de graduar de Santa Clara este año. Desde su llegada a la secundaria, ella recuerda todo lo que paso y sufrió para llegar a este momento en su vida. Junto a ella estuvieron sus padres todo el camino.

“Fue muy bonito tener a mi familia allí”, dice. “Por todo el sacrifico que han hecho. Esta era una forma de decir: gracias”.

En el día antes su graduación, la decana de la universidad, Liza Kloppenberg, le dio un reconocimiento a Mateo. Todos los estudiantes que se iban a graduar estaban presentes. La mayoría tenían el pelo rubio, ojos azules y piel blanca. Mateo le dio las gracias a sus papás en español. Después de repetir lo dicho en inglés, muchas personas no pudieron contener las lágrimas.

“Ni es un pecado,” Mateo dijo sobre su estatus inmigratorio. “Ni es algo de lo que estoy avergonzada. Ni es algo que me haya impedido hacer lo que quería hacer”.

El sueño americamo es poder ser libre.  

-Lizbeth Mateo. 

Mateo es una persona que nunca pensó en ella misma, dice el profesor Jorge García. Él la conoció a través del trabajo que Mateo

estaba haciendo en CSUN por los derechos inmigrantes de los estudiantes.

“Se encuentra en esta situación injusta en que por algo técnico no va poder funcionar como abogada”, dice el profesor García acerca del rechazo de DACA para su exalumna. “No solamente es cuestión para buscar la solución personal, pero como grupo, resolviendo el problema para todos. Eso es algo que me llamo la atención [de Mateo]”.

La elección de Donald Trump en noviembre y la potencial cancelación de DACA no impiden que Mateo siga luchando por el futuro colectivo. Aunque la presidencia de Trump sea un paso atrás, dice Mateo, ella no se va a rendir tan fácilmente

“Voy a seguir luchando”, dice. “Me siento más en paz porque me di cuenta de esto no se trata de mí nada más. Si yo dejo que me nieguen este benéfico, lo que les estoy diciendo a la comunidad es que no luchen. No se arriesguen porque los van a castigar”.

Mateo planea trabajar en las leyes laborales de inmigrantes. Muchos no saben cómo hablar inglés y hay situaciones en las que otras personas se aprovechan de ellos. Pero Mateo necesita DACA para continuar con su carrera como abogada.

“El sueño americano para mí significa poder ser libre” dice. “Poder ser libre de hacer lo que quieras. Trabajar a donde quieras. Ir a donde tú quieras ir. Ser libre de luchar sin que te estén poniendo piedritas en
tu camino”.

ABOGADA OAXAQUEÑA: “Sin papeles, sin miedo”

Activismo y Raíces Culturales Animan a Una Joven Universitaria

Activismo y Raíces Culturales Animan a Una Joven Universitaria

Por Leslie Ignacio

La historia de Jésica García García, joven que se ha apoyado en el activismo y sus raíces culturales para avanzar en sus estudios. Aquí les contaremos la historia.

Jésica García García, quien emigró a los Estados Unidos de pequeña, pero aun supo mantener su identidad oaxaqueña 

Jésica tiene 20 años y hoy vive en South Central. Estudia sociología en el Colegio Comunitario de la ciudad de Pasadena, pero en el 2004, ella se vino a los Estados Unidos cuando sólo tenía seis años.

“Soy nacida en la ciudad de México, pero toda mi familia es originaria de Oaxaca y estoy más cercana a mis raíces oaxaqueñas,” dice García.

Jésica, junto a su hermana y mamá se vinieron a los Estados Unidos para poder reunirse y volver a ser una familia completa con su papá.

“Mi papá fue el que primero hizo el viaje y emigró hacia los Estados Unidos para poder mantenernos a nosotros; a mi hermana, a mi mamá y a mí. En México, fue que mi mamá muy independiente y muy fuerte le dijo a mi papá que sus hijas estaban creciendo sin un papá y eso era lo que no quería ella porque ella no tuvo a su papá presente. Fue que le dijo tienes tres opciones. Una o te regresas y juntos vemos como; dos, te vas y te olvidas de que tienes una familia y sigues tu vida en los Estados Unidos; o tres, nos llevas contigo a los Estados Unidos. Mi papá le dijo dame un tiempo y fue que regresó mi papá a México,” dice García. 

“Hizo dinero y regresó, pero el dinero se le acabó muy rápido, más rápido de lo que pensó. Le dijo a mi mamá deja regreso a los Estados Unidos, hago dinero y vemos cómo para traermelas. El plan era hacerlo con documentos, pero desafortunadamente eso es muy difícil y toma mucho tiempo, así que tuvimos que hacerlo sin documentos y fue que pasamos,” explica García.

Antes de venirse de México, Jésica estaba muy emocionada y le contaba a su maestra en la escuela que ya se iba ir e iba a poder ver a su papá, aunque ella sabía que no iba poder regresar a México. Pero a ella eso no le importaba porque soñaba con estar con su papá todo el tiempo.

“Fue difícil porque me tuve que ajustar a no tener a mi mamá porque tenía que trabajar. Aunque venimos para reencontrarnos con nuestro papá, sí lo teníamos y lo veíamos, pero no era como lo que pensábamos como niñas de que íbamos a estar juntos y que íbamos a ser una familia y íbamos a estar juntos todo el tiempo, porque no. Ellos tenían que trabajar para mantenernos en este país,” dice García.

Como los miles de niños que inmigran a los Estados Unidos, Jésica tuvo que adaptarse a una nueva vida, distinta a la que ella tuvo en México. Y unas de las situaciones más difíciles fue el no saber inglés cuando recién llegó a California.

“Tenía que ir a una escuela nueva con maestros que no hablaban mi lenguaje, con amigos que no conocía y no hablaban mí mismo lenguaje. Fue algo difícil. Tengo muy bonitas memorias del sufrimiento que pasé porque muchas veces, el recuerdo que más tengo es que al hacer la tarea, estábamos mi hermana, que es mayor que yo, y yo sentadas en la mesa en la casa de mi abuelita y alrededor todos mis tíos tratando de ayudarnos a hacer la tarea. Aunque ellos tampoco sabían el lenguaje, ni habían aprendido tanto de matemáticas y todo eso aun así, allí estaban, tratando de ayudarnos,” recuerda García.

Y aunque Jésica sintió la dificultad de la adaptación a su nueva vida, ella vio cómo su hermana mayor tuvo que pasar por muchas más experiencias negativas por el simple hecho de no ser de aquí.

“Al cambio yo no tuve que pasar por eso. Yo en la middle school ya fui a clases de honores. Como que siempre fui igual que todos, me pude camuflar entre todos porque no había tanta diferencia entre nosotros,” dice García. 

Desde su llegada a los Estados Unidos, Jésica fue creciendo y fue adaptándose a la cultura americana, sin olvidar sus raíces oaxaqueñas, pero su estatus legal fue algo que ella no entendía muy bien.

“Fue algo difícil. Siempre supe que era indocumentada, pero nunca entendí lo que era esa identidad. Hasta que llegué a la high school y fue que más entendí lo que significaba ser indocumentada.” dice García.

En la preparatoria, Jésica pudo tener un puesto de interno con la organización Coalition for Humane Immigrant Rights (CHIRLA) y fue donde pudo aprender mucho más sobre su estatus de su documentación en el país. 

“Entonces, conocí a más estudiantes que eran indocumentados y allí me enseñaron mi historia con la identidad de una persona indocumentada y la historia que tenemos en este país y kind of todo lo que aún estamos pasando y todo lo que estamos luchando,” dice García.

Jésica es beneficiaria del programa DACA que es la Acción Diferida para los Llegados en la Infancia y se siente muy afortunada

de poder ser una de los estudiantes que pudieron aprovechar el programa. 

“DACA para mí es tener una vida normal, por decir. En la high school pude agarrar un trabajo. Pude empezar a trabajar como todos mis compañeros, pude experimentar lo que es tener tu primer trabajo. Ahora que estoy en college, ahora estoy trabajando en una high school. Algo que yo nunca hubiera pensado que fuera posible,” dice García. “DACA fue una oportunidad, fue una oportunidad para tener una vida normal. Y you know, poder tener esa tarjetita que te ayuda mucho. Que te protege contra deportación y poder salir del estado, aunque no sea del país, pero del estado y saber que anteriormente, [no] podría haber salido.” 

“Para mí es un orgullo y siempre, siempre que me preguntan de dónde soy, yo digo: ‘Soy de Oaxaca’, con mucho, mucho orgullo porque siento una conexión tan grande con mi cultura.”

-Jésica García García

Entre más crecía, Jésica hacía más recuerdos aquí en los Estados Unidos, pero nunca olvidaba sus raíces. 

“Es un orgullo, amo mi cultura oaxaqueña, y aunque a veces muchas personas like se ríen o como que piensan menos de la cultura, de la identidad indígena. Para mí es un orgullo y siempre, siempre que me preguntan de dónde soy, yo digo: “Soy de Oaxaca”, con mucho, mucho orgullo porque siento una conexión tan grande con mi cultura.” afirma García. 

Jésica ama todo lo que tiene que ver con su cultura y raíces oaxaqueñas. Ama la comida, la danza, la música y el arte. Su cultura es algo que siempre la motiva a seguir en la vida. Quiere que su experiencia y estatus en California sea una forma de ayuda para los demás estudiantes.

“Ahorita no sé exactamente qué tan tan largo quiero ir, definitivamente quiero ir a graduate school, y seguir mi educación. No sé si sea para agarrar mi maestría o sea para agarrar mi doctorado, pero definitivamente aún quiero estar en sociología. Eso es lo que me apasiona. El ver cómo son diferentes factores que impactan la vida de una persona, y pues quiero ayudar a los estudiantes. Es como mi meta.” dice García. “Yo tuve mucho apoyo de diferentes adultos en mi vida que me impactaron y me empujaron a la educación y fueron los que me guiaron y me enseñaron a seguir amando la educación. Quiero ser una persona como ellos fueron en mi vida para otros estudiantes. Quiero ayudar a un estudiante, a inspirarlos y dejarles saber que es posible, que sí se puede y que nada es imposible si en verdad lo queremos hacer.” 

 

El Amor Eterno de Mis Abuelitas

El Amor Eterno de Mis Abuelitas

Por Tomas Rodríguez

 

Tenía alrededor de seis años cuando viajé a Oaxaca por primera vez. Mi mamá nos quiso llevar a su tierra natal como es costumbre en muchas familias transnacionales.

No recuerdo mucho, pero sabía que no era la vida que vivía en Los Ángeles. Poco a poco, y año tras año de viajar a México, aprendí a conectar con mis abuelos junto a sus tradiciones y costumbres. Aunque la gente del pueblo me veía como un extranjero, supe que, en la casa de mis abuelos, me trataban como si fuera su hijo.

Pero nada de esto hubiera sido posible sin el apoyo incondicional de mis abuelitas. El amor que recibí de ellas me hizo sentir en casa. Siempre me gustaba preguntarles cómo era mi mamá o papá en su niñez. Y después de reír un poco de las travesuras de mis padres, me di cuenta de que ellos hicieron todo lo posible para darle las mejores oportunidades a mis padres. Estaba viendo un retrato de mi madre con mis abuelas.

Mis abuelitas Aurelia y Edilberta nacieron en la Sierra Norte de Oaxaca, en pueblos donde solo una carretera los separaba. Aurelia era de Santo Domingo Yojovi y Edilberta de San Juan Tabaá. Murieron con un año de diferencia.

Eran indígenas, zapotecas. En Oaxaca hay más de 10 pueblos indígenas a lo largo del estado y en cada pueblo hablan un dialecto diferente. Mis padres no se quedaron en sus pueblos natales. Fueron parte de la ola migratoria en los 70 y 80, ellos buscaban un mejor futuro en Estados Unidos. Y aunque sus hijos se fueron cientos de millas lejos de ellos, estaban felices sabiendo que sus hijos están contentos en su nuevo país.

Mis abuelas llevaban décadas, como sus madres, abuelas, y bisabuelas, cuidando de la casa. Mi mamá y papá me contaban que se levantaban en la madrugada y eran las últimas de acostarse, asegurándose que la familia estaba bien y todos listos para el día siguiente. Eran la roca de sus familias y pudieron sacar adelante a sus hijos.

Pude ver este amor cuando vi a mi tía cuidar de su casa. Ella era la primera en levantarse. Iba al molino del pueblo para moler su maíz para hacer tortillas. Cocinaba tres veces al día para sus cuatro hijos y esposo. No tenía ningún día de descanso. Le pregunté: “No te cansas de todo el trabajo, ¿tía?”, y ella me respondió diciendo que nunca se cansaría de trabajar para sus hijos. Varios años después, veo que todo el esfuerzo que hizo por sus hijos no ha sido en vano. Ahora mis primos, ya adultos, tratan a su mamá con todo el cariño y amor en el mundo.

Luego, me di cuenta de que la vida del pueblo era algo más que unas vacaciones para ir de paseo y visitar a la familia. Se trataba de conectar con mis abuelas y poder sentir el mismo amor que algún día sintieron mi mamá y papá.

Me acuerdo de que mi abuelita Aurelia me dejaba despertar tarde, se aseguraba de no hacer ruido para que su nieto durmiera hasta que se le pegara la gana. Mi abuelita Ediberta, preocupada porque duermo mucho, siempre me preguntaba si tenía hambre en la mañana. Como muchas abuelas, me consintieron como si fuera su hijo favorito. Por fin pude sentir este amor que muchos de mis amigos en la escuela pudieron sentir teniendo a sus abuelas en casa.

“Se trataba de conectar con mis abuelas.”

-Tomás Rodríguez

En el pueblo, la gente preguntaba quién era yo cuando salía a pasear con mis abuelas, y ellas respondían en su lengua natal que era su nieto. En segundos, sus caras de confusión se convirtieron en una sonrisa gigante. Me saludaban y me contaban de los buenos hechos de mi abuela. Poco a poco la gente del pueblo supo quién era yo. Luego del fallecimiento de mis abuelitas, y caminando estas mismas calles, la gente me ofrecía sus condolencias y me contaba tal vez una anécdota que tuvieron con mis abuelas. Era difícil no ponerse sentimental.

Tenía 27 años cuando las vi por última vez. Aunque nuestro tiempo juntos fue breve, el impacto fue eterno. Aprendí que el amor de la madre se puede sentir de generación en generación. El amor de mamá es algo único, a veces difícil de explicar, impenetrable y sobreabundante. Aunque las tradiciones oaxaqueñas se podrán desvanecer, el amor de una mamá a sus hijos continuará por siglos.